en barcas jubilosas, las velas desplegadas, partimos
al Oriente.
Y entramos en el bronce del pecho de aquel sol.
El mar quedó desierto tras nosotros, bajo una lluvia
de oro.
Así tuvo lugar el único viaje.
A la tarde volvimos, caídas ya las velas,
derramada en las aguas la púrpura extendida
de aquel día cansado.
(Ya sólo miro el mar por la abierta ventana,
y otras velas que parten, matutinas,
regresan a la tarde, sin color,
fatigadas.)
Me han borrado los años con piedad,
y el cuerpo es sólo un bulto. Aún con vida en los
ojos
vigilo los navíos de luz, distantes y amarrados,
en el puerto celeste.
Igual que en la niñez los miro ahora.
Son eternos,
y tiemblan sus fanales en lo oscuro. Son el feliz engaño
del mundo que no ha sido.
Y allí, me lo dijeron y nunca los creí,
habita Dios.
Francisco Brines, A Última Costa
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