«- Tres leguas de este valle está una aldea que, aunque pequeña, es de las más ricas que hay en todos estos contornos, en la cual había un labrador muy honrado, y tanto, que, aunque es anejo al ser rico el ser honrado, má lo era él por la virtud, que tenía que por la riqueza que alcanzaba; mas lo que lo hacía dichoso, según él decía, era tener una hija de tan extremada hermosura, rara discreción, donaire y virtud, que el que la conocía y la miraba se admiraba de ver las extremedadas partes con que el cielo y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fue hermosa, y siempre fue creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fue hermosísima. La fama de su belleza se comenzó a extender por todas las circunvecinas aldeas, qué digo yo por las circunvecinas no más, si se extendió a las apartadas ciudades y aun se entró por las salas de los reyes y por los oídos de todo género de gente, que como a cosa rara o como a imagen de milagros de todas partes a verla venían? Guardábala su padre y guardábase ella, que no hay candados, guardas ni cerraduras que mejor guarden a una doncella que las del recato propio.
La riqueza del padre y la belleza de la hija movieron a muchos, así del pueblo como forasteros, a que por mujer se la pidiesen; mas él, como a quien tocaba disponer de tan rica joya, andaba confuso, sin saber determinarse a quién la entregaría de los infinitos que le importunaban. Y entre los muchos que tan buen deseo tenían fue yo uno, a quien dieron muchas y grandes esperanzas de buen suceso conocer que el padre conocía quién yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico y en el ingenio no menos acabado.»
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha
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